Hermano Felipe Rivas

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REV. FELIPE RIVAS HERNÁNDEZ. 1901 – 1986.

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Felipe Crescencio Rivas Hernández nació en Silao, Guanajuato, el 19 de abril de 1901. Sus padres, Rafael Rivas Lomelí y Guadalupe Hernández Gómez, originarios del estado de Zacatecas, habían emigrado a esa ciudad. La expansión económica provocada en parte por un nuevo método de transportación (el ferrocarril) era uno de los factores que facilitaron la movilización social. Los esposos Rivas Hernández eran católicos. Al llegar a Silao y, tratando de aumentar el ingreso familiar, la madre fue a trabajar por un tiempo en la casa de un médico de apellido Liceaga, en donde se manifestaron las primeras indicaciones providenciales de que la familia Rivas en general, y Felipe en particular, estaban llamados al evangelio. Se daba la casualidad de que el Dr. Liceaga era un fiel miembro de la Iglesia Metodista de Silao, quien pronto le dio testimonio de fe a Guadalupe, y al poco tiempo, ésta ya no fue sirvienta, sino hermana en Cristo, y que junto con el esposo y un hijo mayor de nombre Juan fueron recibidos como miembros de la Iglesia Metodista, cuyo edificio con el tiempo fue arrasado hasta los cimientos por los fanáticos cristeros que aparecieron después. Para cuando nació y fue bautizado Felipe, los Rivas ya tenían tiempo acudiendo con regularidad a la iglesia citada. Dios, en su sabiduría, teje lenta y sabiamente todos los hilos de la historia y los va entretejiendo hasta que aparecen todos los detalles de lo que él se propone diseñar y mostrar al mundo. Sin duda que ese mismo Dios tenía en mente la existencia de la Iglesia Apostólica, por lo que adivinamos su intención, especialmente cuando la historia nos presenta una perspectiva más amplia. Así advertimos que Felipe nace en el mismo año que aparece el movimiento pentecostal en Topeka, Kansas, y esto nos hace pensar que la llegada del hermano Rivas a la Iglesia Metodista no puede, en manera alguna, considerarse como un hecho fortuito o accidental. Desde el momento de su nacimiento, y al amparo de una respetable tradición evangélica, como es la metodista, Felipe Rivas Hernández comenzó a ser parte de ese número de líderes que Dios estaba también preparando en otras iglesias, para que extrajeran inspiración y madurez en ellas, y luego, adaptaran su experiencia y aprendizaje a la nueva situación creada por la manifestación del Espíritu Santo en las denominaciones pentecostales que después aparecieron. Decimos esto porque si estudiamos la historia del movimiento pentecostal en el Siglo Veinte en México descubriremos que la mayoría de sus fundadores y líderes más prominentes fueron inicialmente miembros de otra confesión protestante. ¿Qué aprendió Felipe Rivas en la Iglesia Metodista y de qué le sirvieron los diecisiete años que en ella militó? Yo pensaría que bajo el pastorado y predicación de hombres poseedores de una recia urdimbre evangélica, el hermano Rivas aprendió a amar la predicación, a discernir la Palabra de Dios y, sin duda, a sentir su propio llamamiento a predicarlo él mismo. Por lo que pude apreciar desde que lo conocí en 1935, a mi edad de ocho años, y los frecuentes contactos que tuve con él por más de cuarenta años, y en los miles de kilómetros que viajamos dentro de México, en los Estados Unidos y América Central, la niñez y la juventud del hermano Rivas se nutrieron con la savia bíblica del metodismo, y en el ejemplo, dignidad y pasión predicadora de sus ministros. A esa técnica e inspiración agregó algo más, que fue adquirido en un ambiente distinto, el de los españoles con quienes trabajó en Torreón cuando era muy joven, de quienes aprendió la mímica, la ironía, el sarcasmo que caracteriza a los “gachupines”, con quienes también adquirió la gracia de la urbanidad que le distinguía, aparte de que también supo vestir con la sobriedad y elegancia que le identificaron siempre y fueron ejemplo para todos los predicadores. Poco después de iniciada la Revolución, los Rivas Hernández se trasladaron a Torreón, Coahuila, donde, entre otras cosas, el niño Felipe les perdió el miedo a los cadáveres de soldados y revolucionarios que quedaban regados en las calles de la ciudad después de las frecuentes batallas que allí había. Aparte, la familia entera asistía con regularidad a los cultos del templo metodista que todavía está en la Avenida Morelos. A principios de 1918 llegó a Torreón un joven predicador de nombre Miguel García Carbajal, uno de aquellos doce que el 1 de noviembre de 1914 habían recibido en Villa Aldama, Chihuahua, el bautismo del Espíritu Santo. Miguel iba siguiendo los pasos de su tía Romana Carbajal de Valenzuela, quien años antes había estado en Torreón, Coahuila, y en Gómez Palacio, Durango, visitando iglesias evangélicas de la región, y establecido contacto con algunos de los que posteriormente fueron los primeros apostólicos en Torreón. El hermano García también había llegado a la ya mencionada ciudad de Torreón siguiendo una visión que antes había tenido en Villa Aldama. En ella contempló un templo pequeño, supo que estaba en la ciudad citada, se grabó en mente todos los detalles y llegó a dicho lugar buscándolo. El templo resultó ser la humilde Iglesia Bautista “El Faro”. Miguel estuvo en un culto, refirió su visión y la mayoría de los miembros, incluyendo al pastor Isabel Sánchez, se bautizaron en el nombre de Jesucristo. La primera en hacerlo de parte de la familia Rivas Hernández fue la hija menor, Esther, después los padres, su hija Esperanza y, por supuesto, el joven Felipe. Así se constituyó la Primera Iglesia Apostólica en la región, que luego incluyó gente del vecino Gómez Palacio, Durango, a quienes antes había evangelizado nuestra hermana Romanita. Pareció por un tiempo que el ingreso de Felipe Rivas a la Iglesia Apostólica terminaría en la nada o, cuando menos, no hubo pronto una indicación de que en el joven iba a aflorar un fructífero ministerio. Por un tiempo su asistencia a la iglesia fue irregular, luego comenzó a trabajar con más ánimo, con la promesa de que sería ordenado como tal cuando recibiera el Espíritu Santo, cosa que sucedió en 1925 mientras oía un sermón. Se le ordenó inmediatamente y habiendo quedado la iglesia sin pastor, pronto se vio al frente de la misma. Felipe Rivas Hernández fue uno de los pocos ministros apostólicos que llegaron a tal puesto por acuerdo de la congregación y no por designación episcopal. Después vinieron los años más fructíferos. En 1932 presidió la Primera Convención General y quedó como “Pastor General” hasta 1946. Conforme a las reformas constitucionales instituidas ese año, se le eligió como Obispo Presidente por cuatro años y fue reelecto dos veces para el mismo puesto. En resumen, estuvo al frente de la Iglesia, oficial y extraoficialmente, durante treinta y dos años. Fue Obispo Vicepresidente otros cuatro años y se retiró de la Mesa Directiva de la Iglesia en 1966. Esto, que se dice en muy pocas palabras, requeriría muchas páginas más, pero no es la intención de este escrito, sino más bien, deseamos analizar brevemente el significado de su liderazgo. IGLESIA APOSTÓLICA DE LA FE EN CRISTO JESÚS, A.R. Sin negar las deficiencias que podía haber exhibido el hermano Rivas y las naturales contradicciones de un hombre de su posición y condición, podemos destacar positivamente en su liderazgo lo siguiente: 1. Felipe Rivas era un gran predicador y mantuvo la calidad de su mensaje hasta muy poco antes de su fallecimiento. Lo era porque Dios lo puso en el ministerio y lo mandó a predicar. Lo podía hacer mucho mejor que otros que cursaron muchos años de teología. Movía a las multitudes prácticamente sin moverse él desde el púlpito ni pedirle a la gente que gritara, pues no acudía a los subterfugios barateros de quienes se pasan gran parte del tiempo de la predicación gesticulando, corriendo, “calentando” a la congregación para que se emocione, grite o corra. Él no necesitaba decirle a la congregación lo que debía gritar o repetir. Él predicaba la Palabra y la gente reaccionaba dando espontánea y genuinamente la gloria a Dios. 2. Felipe Rivas era un hombre de dignidad. Su presencia no pasaba inadvertida en ninguna parte, pues llamaba la atención su porte y modo de vestir, aunque no era ostentoso. A mí me impresiona más que todo la dignidad de su condición económica. Nunca fue rico, vivió como sesenta años y sirvió más de un tercio de siglo en el ministerio antes de tener una casa, sencilla y modesta, que fuera propia. No se aprovechó del puesto para su beneficio personal ni esperó, como algunos, a hacerse primero de propiedades o dinero para después predicar el evangelio. Cuando los pesos que ganaba como obrero en la Metalúrgica de Torreón se podían contar con la mano y la obra le exigió tiempo completo, abandonó el trabajo y decidió vivir del evangelio. Cuando llegaron los duros años de la vejez, y sin que la Iglesia le produjera un ingreso constante, siguió viviendo del evangelio, sin avaricia ni ambiciones desmedidas, en la dignidad de un hogar donde se respiraba y vivía la paz. 3. Fue un hombre institucional. Se fraguó en los años en que los ministros iban a la convención para estudiar la Biblia, oír proposiciones, debatirlas, contradecirlas, someterlas a votación y luego aceptarlas. Para él siempre eran muy importantes los acuerdos que se tomaban en las convenciones y en las reuniones de las distintas autoridades de la Iglesia. Se sometía a toda decisión legal y con ello dejó un ejemplo para quienes desean estirar la Constitución de la Iglesia para que dé la medida que a ellos les interesa o conviene, y olvidar que toda la autoridad con que cuentan los ministros les ha sido conferida y no se alienta con el caudillismo, tendencia que desapareció muy pronto después de que el hermano Rivas llegó a máximo dirigente de la Iglesia Apostólica. 4. Sólo así se explican los largos años que el hermano Rivas dedicó al liderazgo de la Iglesia a nivel nacional, pues, más que innovador, fue símbolo de la Iglesia de su tiempo, pudo representar la voluntad de la Iglesia y sus ministros y enmarcarla en su propia voluntad de ser fiel a Dios y a la iglesia para la que el Señor lo preparó desde niño. Finalmente, debo agregar que tuve el honor de servir simultáneamente con el hermano Rivas doce años de mi propia vida como miembros ambos de la Mesa Directiva de la Iglesia. Viajé con él por todo México, por América Central y Estados Unidos. Muy poco antes de su fallecimiento me tocó visitarlo en su casa en Tijuana cuando era claro que no le quedaba mucho tiempo de vida. Entre otras cosas le dije que yo suponía que durante un ministerio tan largo habría acumulado muchos documentos históricos que a mí me gustaría consultar (y, aunque no se lo dije, también me habría gustado que me los heredara). Su respuesta fue muy triste para mí, pues literalmente me dijo: “Hace poco me llevé tres días quemándolos. Pensé que a nadie le interesarían esos papeles”. Me dio mucha tristeza la noticia porque conozco el valor y utilidad de los documentos. Fue llamado a la presencia de su Señor el día 8 de enero de 1986. (El original de esta crónica apareció en el número de EL EXÉGETA que siguió inmediatamente a la muerte del hermano Rivas, pero se publica ahora con gran parte de la redacción original, a la que se ha agregado información adicional que concede un mayor balance a la historia y más interés para los lectores actuales).Época V Año 2 No. 12 1986.